Concilio de TRENTO,
     (1545-1563)   [954]

 
   
 

 


     
   El Concilio de Trento fue el más im­portante acontecimiento religioso de los tiempos modernos.
   Sus decisiones doctrinales y sus decretos de reforma eclesial serían decisi­vos en la vida de la Iglesia.

   1. Contexo conciliar

   Fue convocado por Paulo III, a pesar de las guerras entre Carlos V Emperador y Francis­co I de Francia. Intentó poner freno a las convulsiones religiosas originadas por los luteranos, pero se trans­formó en plataforma de reforma univer­sal, en una Iglesia que pedía a gritos un regreso al Evangelio.
   Las guerras agotadoras entre los monarcas europeos tiñeron de sangre el si­glo XVI. A ellas vinieron a sumarse las "innovaciones de los pro­testantes".
   Se pretendió reunir el Concilio en un lugar que no fuera Roma, para que los luteranos llegaran a integrarse en el Concilio y dejaran una puer­ta abierta a la reunificación de los disidentes.
   Por eso Carlos V ofreció su ciudad imperial de Trento, al no poder celebrar­se en otras previstas al principio: Mantua, para donde llegó a ser convocado oficial­mente en 1536; Vicenza, del Señorío de Venecia, a donde llegaron a viajar los tres legados pontificios.
   La Bula "Laetare Hierusalem", del 19 de Noviembre de 1944, convocó a los Conciliares para la ciudad imperial de Trento, de fácil acceso para alemanes e italianos, aunque no tanto para los de otras latitudes. La fecha de inicio debía ser el 25 de Marzo de 1545, aunque las dificultades retrasaron la apertura el 13 de Diciembre. Lo iniciaron presentes 33 Padres: tres legados pontificios, 4 Arzo­bispos, 21 Obispos y 5 generales.
   Además de los Padres y legados, actuaron diversidad de teólogos pontificios o acompañantes de prelados, algunos representantes de monarcas y diversos consultores.
   El Concilio fue el más doctrinal y sistemático de todos los tiempos. El método de trabajo fue el de comisiones de teólogos eminentes para preparar las proposiciones, redactar los documentos y precisar los cánones o fórmulas sintéticas de condena a quienes no admitieran las enseñanzas o definiciones aproba­das. Los mejores teólogos de las nacio­nes llegaron a Trento, donde se movieron con plena libertad.
   Lo elaborado por las comisiones de teólogos pasaba a la Congregaciones ge­nerales en las que se pulía, discutía, concordaba y se preparaba cada documento definitivo.
   Por fin se aprobaban las conclusiones, los cánones y las decretos disciplinares en solemnes "Asambleas generales", de las que hubo 25 a lo largo de todo el proceso conciliar (11 en la primera, 5 en la segunda y 9 en la tercera etapas).
   La presidencia estuvo a cargo de los Legados Pontificios, dos o tres Cardenales, a veces hasta cinco, con uno de ellos de gran prestigio como Presidente.
   Se armonizaron los temas doctrinales y las medidas disciplinares, que se redactaban en forma de "Decretos doctrinales" seguidos de cánones o anate­mas, y como "Decretos de Reforma", que respondían a necesidades de la época y a los vicios lamentables del momento.
   La inquietud por los errores luteranos domi­nó el trabajo de todo el Concilio, aunque luego se abrió la atención a diversidad de problemas, sobre todo disci­plinares, ajenos a la herejía estrictamente protestante.
   En la segunda etapa conciliar llegaron a acudir a Trento diversos delegados de los príncipes alemanes protestantes, pero pronto se retiraron sin lograr impo­ner sus desorbitadas exigencias, tanto dogmáticas como disciplinares. Por eso el Concilio fue exclusivamente católico.
   Fue minoritario en cuanto a represen­tación del episcopado mundial, por las condiciones de los tiempos; pero fue profundo en cuanto a la calidad de los enviados, en cuanto a la eficacia de los teólogos católicos; y también fue soberano en cuanto a la representación eclesial, que estuvo en los Cardenales delegados del Papa y presidentes de las reuniones.
   Comenzó en 1547, gobernando la Igle­sia Pulo III; terminó en el año 1563 con Pío IV, quien aprobó todos los documentos y conclusiones con la bula "Benedictus Deus" del 30 de Junio de 1564.

 
  1. Tres etapas

    Los tres momentos del Concilio estu­vieron plagados de arduas dificultades de avenencia, pues latía la desconfianza entre las diversas delegaciones: la pontificia e italiana, la española, la francesa al servicio del Rey de esa nación, la imperial o alemana, en donde contrasta­ban los enviados de príncipes luteranos rebeldes y los procedentes de otros católicos.
   Sólo la constancia de hombres eminentes y pacientes, como fueron los lega­dos pontificios, pudo con las dificultades.

   1.1. Etapa de Paulo III.

   Duró de 1545 a 1547. Se inicio el 13 de Diciembre de 1545. El número de miembros fue aumentando: de los 34 en la sesión de inauguración, se llegó a sólo 42 en la segun­da sesión de 2 de Junio de 1547. Fue la más incierta y minoritaria, a la espera de que se incorporaran delega­dos luteranos.
   Se celebraron en total once sesiones. Entre las importantes se halla la cuarta (8 Abril 1546), en la que se definió la doc­trina católica sobre los canales de la Revelación (Escritura y Tradición).
   En esta sesión había ya 61 Padres. Se esta­bleció el Canon de los libros ins­pira­dos; y se dio carácter oficial a la versión de la Biblia deno­minada Vulgata.
   Ambas medidas iban dirigidas a cortar de raíz las diversas vacilaciones o inten­cionadas omisiones de los protestantes en el uso de versiones bíblicas incorrectas o simplemente manipuladas.
   De suma importancia fue también la quinta (17 de Junio de 1546), en la que se definió la doctrina católica sobre el pecado original y sobre la justificación. El laborioso trabajo sobre el tema de la justificación llevó mucho tiempo y muchas correcciones. Sólo el 13 de Enero de 1547, en la sexta sesión, con 68 Padres y 50 teólogos, se pudo votar y aprobar el texto, el más impor­tante del Concilio, con 16 capítulos y 33 cáno­nes.
   En la séptima sesión (3 Marzo de 1547) se definió la doctrina de la Iglesia Católica sobre los Sacramentos y se marcaron las normas que debían regir la reforma católica.
   Mientras se preparaba la próxima reunión general, se declaró en la región la peste y algunos Padres conciliares, el General de los franciscanos y un Obispo, fallecieron. Se decidió el traslado a Bolo­nia, medida que no aceptaron los quince prelados protegidos por Carlos V, que se mantuvieron en Trento. En Bolonia, los que llegaron allí celebraron algunas sesiones, la novena y la décima, sin decisiones importantes, a la espera de la reunificación de los conciliares.
   En Septiembre de 1549 Paulo III, ante la difícil situación de división y su mala relación con Carlos V, suspendió el Con­cilio, tanto respecto del grupo que seguía en Trento como del instalado en Bolonia, que era mayoritario.
 
   2.2. Etapa  de Julio III

   Desde 1549 a 1551 gobernó la Iglesia Julio III, en medio de una tensión fuerte entre cardenales partidarios de Carlos V y otros del francés Enrique II, sucesor de Francisco I.
   Julio III, prudente, austero y de humilde origen, se decidió claramente por la reapertura del Concilio en la ciudad de Trento. Con la oposición el Rey francés y el apoyo de Carlos V, Julio III publicó la bula "Cum ad tollenda", que reanudaba el Concilio. La Sesión undécima se celebró con los pocos prelados llegados el 1 de Mayo de 1551 (18 Padres) y la ausencia de los enviados del monarca francés.
   La sesión decimotercera (11 de Octu­bre de 1551) versó sobre la Eucaristía con 54 Padres y 48 teólogos. Para entonces estaba ya regularizado el trabajo conciliar. La sesión decimocuarta fue también de trascendencia y trató de la penitencia y de la unción de enfermos. Tuvo lugar el 25 de Noviembre 1551.
   Diversos delegados protestantes había aceptando integrarse en las sesiones del Concilio y habían llegado a Trento con los debidos salvoconductos imperiales y de los legados conciliares. Pero pretendieron torcer la orientación del Concilio, reclamando una nueva discusión de todo lo tratado. Pedían que el Concilio se limitara a tratar de la reforma de la Iglesia y que se eximiera a los Obispos presentes del juramento de fidelidad al Papa; y que incluso el Papa fuera juzgado en el Concilio. Por indicación urgente de Julio III desde Roma, se rechazaron sus pretensiones y fue el pretexto para que ellos se retiraran.
   La sesión decimoquinta tuvo lugar el 25 de Enero de 1552 y versó sobre la celebración de la Eucaristía y sobre el orden sacerdotal. El texto de la Eucaris­tía tenía cuatro capítulos y 13 cánones. Perfectamente elaborado dejaba consig­nada la disciplina y la doctrina sobre el Sacrificio del altar. Los 68 Padres presentes votaron y aprobaron el texto.
   La última sesión de esta etapa, la decimosexta, tuvo lugar el 28 de Mayo de 1552. Diversos conciliares, sobre todo alemanes, habían abandonado ya Trento, ante el clima de guerra que se presagia­ba por la actitud de Mauricio de Sajonia, enfrentado a Carlos V. Los enviados protestantes habían abandonado ya la ciudad, ante la certeza de que sus audaces exigencias doc­trinales y discipli­nares no iban a tener fortuna.
   Ante la proximidad de las tropas de  Mauricio de Sajonia, se celebró la sesión 16 para, con autorización de Julio III, suspender el Concilio por dos años.
   A pesar de la interrupción del Concilio, el Papa siguió empeñado en su obra de Reforma con diversas Bulas y Decretos pontificios, tarea en la que le sorprendió la muerte en el 23 de Marzo de 1555, dejando inacabada su obra. Con todo, al morir, dejó preparada una amplia documentación que se aprovecharía después.
   El Papa elegido, Marcelo II, murió a los 22 días de gobierno. Había sido legado pontificio en Trento y falle­ció el 1 de Mayo de 1555.
   Para sucederle, y a pesar de contar ya 69 años, fue elegi­do el Cardenal Carafa, que tomó el nombre de Paulo IV. Fue since­ro en sus deseos de reforma, pero poco simpatizante del Concilio y frontalmente enfrentado con el Emperador.
   Por eso se mostró adversario del hijo de Carlos V, y de todo lo español. Mal aconsejado y manipulado por sus sobri­nos, a los que había hecho cardenales, se lanzó a una estúpida guerra con Es­paña y tuvo que asumir con amargura su derrota humillante ante el Duque de Alba, virrey de Nápoles, que entró en Roma victorioso el 12 de Septiembre de 1557 y trató a la ciudad y a sus dirigentes con exquisita cortesía.
   Paulo IV moría el 18 de Agosto de 1559, después de sus fracasos políticos, militares y religiosos. Sus buenas inten­ciones reformadoras quedaron amortiguadas por su nepotismo, sin que llega­ra ya a conocer que su principal valido, el cardenal sobrino Carlos Carafa, junto con otros familiares, moriría ejecutado después del pleito que se les abrió por diversos crímenes y acusado de traición.

 

  


 
 

 

 

   

 

 

 

1.3. Etapa de Pío IV.

   Con la elección de Pío IV, el 26 de Diciembre de 1559, comenzó la nueva etapa del Concilio. Con nuevos delegados pontificios, el 18 de Enero de 1562 se reanudaron las sesiones con 117 con­ciliares. Para entonces el Emperador Carlos V ya se había retirado a Yuste, pues había renunciado el 22 de Octubre de 1555 al Imperio en favor de su her­mano Fernando y en Enero de 1556 había dejado los Reinos de España en su hijo Felipe II. Su muerte se produjo en 1558.
   El 26 de Febrero de 1562 se celebró la decimoctava sesión general y el 14 de Mayo siguiente la decimonovena. Los asuntos fueron de menor importancia: libros prohibidos, residencia de Obispos, etc. Se estaba haciendo tiempo para que las tensiones se calmaran, pues la cues­tión de si "el episcopado es de origen divino o eclesiástico" y si la autoridad de los obispos es de "derecho divino" o de "derecho eclesiástico" encona­ba los áni­mos de forma irreconciliable.
   El 4 de Junio de 1562 tuvo lugar la vigésima Sesión General, con 148 conci­liares, pero sin superar el nivel protoco­la­rio, ya que el problema de la disensión no se superaba. Para no ahu­yen­tar a los pocos protestantes presentes y a los dele­gados franceses que se opo­nían a la mayoría se demoró toda decisión.
   En la siguiente sesión, el 16 de Julio de 1562, que fue la vigésimo prime­ra, los asistentes eran 186 Padres parti­cipantes. El centro de atención estuvo en la comunión bajo las dos especies.
   La vigésimo segunda sesión tuvo lugar el 17 de Septiembre de 1562. Contó con 166 padres, además de los teólogos y consultores que habían traba­jado arduamente el tema de la Eucaris­tía. Por 125 votos contra 41 se inclinó la balanza hacia la comunión bajo la especie de pan para los fieles. En la sesión, una de las más importantes de todo el Concilio, se formularon las principales defini­ciones y conclusio­nes sobre la Eucaristía.
   En medio de dificultades se celebró el 15 de Julio de 1563 la sesión vigésimo tercera, sobre el Sacerdocio y el Episcopado. Fue la sesión más numerosa del Concilio, con 237 conciliares. Influyeron en las discu­sio­nes los discursos del P. Diego Laí­nez, Superior de los jesuitas y teólogo del Concilio, que dife­renció el poder de orden y el po­der de jurisdicción respeto al origen y a la auto­ridad de los Obis­pos. Se habló en este momento de la importan­cia de los Semi­narios y de los condicio­nes para su erección y para ­la formación de los sacerdotes.
   El 11 de Noviembre tuvo lugar la sesión vigésimocuarta con 232 Padres. En ella se promulgó el decreto dogmático sobre el matrimonio.
   Los trabajos finales se aceleraron por el afán de dar ya por concluido el Concilio, sobre todo al conocer a finales de Noviembre la enfermedad grave del Pontífice. Por eso, el 3 y 4 de Noviembre se celebró la vigésimo quinta y última sesión del Concilio. De forma ya precipita­da, se aprobaron cuatro Decretos sobre el pur­gatorio y las indulgen­cias, sobre las reliquias, sobre la reforma monástica y sobre la reforma general de la Iglesia.
   Uno de los últimos decretos del Concilio pedía y confiaba al Papa la preparación y publi­cación del Misal y del Breviario corregidos, así como de un Catecismo y del Indice de libros prohibidos.
   El 4 de Diciembre de 1563 se reunió por última vez el Concilio para dar por concluidas sus labores.

   2. Enseñanzas tridentinas

   El Concilio de Trento cumplió una labor de clarificación doctrinal y discipli­naria, cuyo influjo se haría sentir en los si­glos siguien­tes. Es con­siderado en la Iglesia como el Concilio más importante que se recuerda en su Historia, a pesar de toda la polémica que lo dominó.
   La primera impresión es que se trató de un concilio contra la Reforma protes­tante, en particular contra Lutero.
   Pero es evidente que sobrepasó la simple reacción doctrinal ante las nega­ciones de los promotores del movi­miento protestante. Su esquema doctrinal y sobre todo sus decretos de reformas sobrepasaron con creces las esferas de las tesis heréti­cas de los luteranos. Comenzó como reac­ción, pero se transfor­mó en la res­puesta revitalizadora y refor­madora de la Iglesia ante si misma, en el contexto del mundo humanista y renacentista, como nunca había acontecido en los Concilios ante­riores.
   La obra reformadora del concilio fue precedida, impulsada y acompañada de un vasto movimiento espiritual y de un clamor universal de reforma.
   En la reacción espiritual es donde estuvo el valor del Concilio, que sólo fue el cauce cenceptual y terminológico de la necesidad de adaptación y cambio.
   Si resultó tan enormemente doctrinal, se debió a la coyuntura histórica en la que surgió y, sobre todo, en la que se aplicaron luego sus decisiones.
   Ya antes del Concilio habían comen­zado a convulsionarse las fuerzas vitales de la Iglesia: los santos y los espirituales, los misioneros y los pastores de almas, los teólogos nuevos y los profe­sionales de la filosofía cristiana. Precisa­mente el Concilio de Trento fue posible por el contexto cultural y espiritual del momento.
   La obra doctrinal del Concilio de Trento fortificó la disciplina eclesiásti­ca frente al protestantismo; renovó la disciplina de los clérigos y sus efectos en el pueblo fiel. Su itinerario doctrinal a lo largo de 18 años fue portentoso. Llegó desde el estudio del sentido de la Biblia al estu­dio sobre cada uno de los Sacramentos, desde el arduo tema de la autoridad del Magisterio hasta la naturaleza de la misión de la Iglesia en el mundo.
   Durante siglos, el peso de Trento resultaría impresionante y arrollador. Su riqueza más adelante resultaría objeto de crítica por parte de los liberales y racio­nalistas. Pero su clarificación doctri­nal en tiempo de crisis fue la barrera que detuvo el avance arrollador de la herejía lutera­na.
   No cabe duda de que uno de los gran­des acierto del Concilio fue llevar en paralelo los Decretos doctrinales, prepa­rados por los gran­des teólogos renacentistas, con los Decretos disciplinares, los cuales afectaban a las lacras más nocivas del momento: simo­nía, latrocinios eclesiásticos, clasismo religioso, corrupción administrativa, polémicas doctrinales estériles, etc. Sin el concilio de Trento, la doctrina cristiana se habría mantenido en la incertidumbre y hubiera que­dado a mer­ced de las ocurrencias teoló­gicas del momento.

 

 

   3. Trento y catequesis

   El Concilio de Trento supuso encauzó en parte y provocó una reacción catequística en la Iglesia sin precedentes.  Al darse cuenta las autoridades pontificias y episcopales de que la mayor parte de los problemas religiosos procedían de la ignorancia religiosa, se empeñaron en crear escuela, promover catequesis, recomendar la predicación popular, difundir libros, suscitar devociones.
   El Concilio supo llamar la atención sobre lo importante y marcar caminos fecundos en el empeño de reforma. Por eso, la educación del pueblo fiel estuvo latente en casi todas las discusiones sobre los problemas dogmáticos; y la necesidad de dar normas contra los abusos se halló latente en la mayor parte el Decretos de refor­ma con los que se encarriló la reforma de los diversos esta­mentos eclesiales.
    De manera especial fue en la sesión quinta, cuando se trató de la igno­rancia del pueblo y de la necesidad de la formación religiosa e incluso profana desde la infancia, aunque la atención preferente estuvo en los ámbitos intelectuales.
    Se dieron normas para que en las catedrales y colegiatas se esteble­cieran cáte­dras de Sda. Escritura, para que los sacerdotes se formaran en este terreno tan impor­tante. Se pidió para las casas religiosas y los colegios establecidos o protegidos por los prínci­pes cristia­nos una vigilancia especial sobre la doctrina y la formación teológica ofre­cida.  Se decretó la creación de escue­las po­pu­lares y rurales para asegurar la ortodoxia.
    Especial significación catequética tuvo el Decreto sobre los Seminarios de la sesión veintitrés, del 15 de Julio de 1563. Se dio especial impor­tan­cia a la formación en los Seminarios con el fin de preparar sacerdotes capaces de transmitir doctrina y piedad a los fieles.
   Y al terminar el Concilio se reclamó al Papa lo que el Concilio ya no había teni­do tiempo de hacer: perfilar un Catecismo pontificio o eclesial. Se había trabajado algo por algunos teólogos en el la comisiones del Concilio, pero no se había llegado a ningún texto que saliera al paso de los errores de los herejes y sirviera para que todos los católicos tuviera a que atenerse en el exposición de la doctrina cristiana.
   Esa petición sería atendida ya fuera del Concilio por parte de Pío V, que señalaría una Comisión para la redacción del Catecismo romano, llamado también de Trento por recoger su espíritu.
   La preocupación del Concilio para establecer la doctrina clara y ase­quible sobre cada uno de los sacramentos y de los dogmas tuvo un efecto catequístico de primera importancia. Se precisaba enseñar a los fieles la verdadera doctrina y esto implica­ba que las catequesis parroquiales y los centros diversos de educación cristiana habrían de cobrar una importancia espe­cial en los tiempos inmediatos a las sesiones conciliares.
   Es lo que aconteció con el nacimiento de “Cofradías de la doctrina cristiana” y de institutos y congregaciones diversas, siguiendo el espíritu conciliar y también las directrices elaboradas durante el Concilio.
   Con todo, es bueno recordar que, más que las normas catequísticas concretas del Concilio, fue el espíritu de reforma y la con­ciencia de que era necesaria la instrucción cristiana lo que produjo una verdadera oleada de inquietudes peda­gógicas en los años posteriores. Gracias a ello, Trento se convirtió en un elemento primordial de referencia educadora, prácticamente hasta muy entrado el siglo XX, en que el Vaticano II daría un vuelco decisivo a la óptica ecle­sial y, en consecuencia, a la educación de la fe.